Estábamos sentados juntos, charlando durante el intervalo de quince minutos entre asignaturas. Llevaba un jersey rojo de licra que se le ajustaba a los pechos y le resaltaba los pezones. Estaba chiflado por ella pero no me atrevía a decírselo así que sólo era su amigo. El pagafantas pringado.
Nos encendimos un cigarrillo y, mientras lo fumaba, le cayó un poco de ceniza en el pantalón, justo sobre el pubis. Lo sacudió enseguida pero se le quedó una manchita gris brillante que resaltaba en los vaqueros negros. En ese momento entró el profesor así que tiramos el cigarrillo al suelo, fue quedando el aula, poco a poco, en silencio y empezó la clase.
Estaba petrificado. No podía apartar la mirada de la mancha gris. Lo intentaba, en serio. Intentaba concentrarme en las explicaciones mientras repetía como un mantra: Arrendamientos Urbanos. Arrendamientos Urbanos ; pero mis ojos, los muy cabritos, se apartaban de la tarima y regresaban a su rabillo, obsesionados. Ella no parecía percatarse de ello. Escuchaba atenta tomando apuntes, aunque me miraba de vez en cuando y sonreía con sus dientes perfectos y brillantes. Brillantes… brillantes como la manchita ¡No! ¡Como la manchita, no! ¡Compórtate, joder!
Me sudaban las manos y el boli se escurría como un pez entre los dedos. Ahí seguía, la mancha, guiñándole un ojo a los míos, saludando desde su ingle con la manita levantada. Debió hacerle señas a ella también ya que la miró. Lo pensó un instante y se humedeció la yema del dedo índice derecho, pasándola por encima para borrarla. Se resistía, así que lo humedeció de nuevo y la frotó con suavidad. Se difuminó un poco tras unos segundos que se me hicieron eternos. Su dedo húmedo sobre su ingle y ella moviéndolo. Lengua, dedo, ingle. Creo que hasta gemí.
Respiraba tan fuerte que me aterró la idea de que se diese cuenta, así que me puse a pensar en esos consejos de preparación al parto que me había contado mi hermana: Inspirar. Espirar. Inspirar. Espirar. Inclinarme sobre sus muslos y lamer la mancha del pantalón. Lamerla hasta que desaparezca; hasta que haya otra mancha mezcla de mi saliva y la humedad de su sexo. Lamerla hasta que ella se siente en el borde del banco, separe las piernas y yo… yo me arrodillo, le bajo la cremallera, le quito una pernera del pantalón, separo sus bragas, y lamo pubis, mordisqueo sus labios que se hinchan y los abro, meto los dedos en su sexo suave y húmedo, y pulso rítmicamente mientras mi lengua juega con su clítoris, y lamo, chupo, muerdo, penetro, mamo. Ella aprieta mi cabeza entre sus muslos, sus dedos como garfios enredados en mi pelo, el cuerpo arqueado, grita que no pare, que siga, que siga, que siga y gime, gime, gime… pregunta que si me pasa algo, que la estoy poniendo nerviosa, que llevo cinco minutos mirándola fijamente aferrado al bolígrafo y yo: «no, tranquila, un golpe de calor, debe ser la calefacción, probablemente un bajón»; y ella que beba agua y tome azúcar: «Cómetelo», y me da un caramelo que tiene en el bolsillo derecho del pantalón (¡derecho!) y yo lo meto en la boca, juego con la lengua y lo saboreo, lo chupo, lo lamo. Lamo, lamo, lamo.
Cierro los ojos. Respiro hondo. Intento calmarme. Recuperar el control. Ella me mira de refilón, con suspicacia, aunque también parece preocupada. Se acerca. Siento su aliento en el oído, el roce de su pelo en la cara. «Sólo quedan cinco minutos. Aguanta. Tienes cara de querer salir corriendo de aquí.» Y sí, quiero salir corriendo. Saltar por encima de los pupitres hasta la puerta mientras los alumnos y el profesor alucinan. Correr. NO. Quiero quedarme. Ponerme de pie, cogerla por la cintura y subirla sobre la mesa. Quiero arrancarle los putos pantalones negros con la manchita de ceniza y jodérmela como una bestia. Quiero metérsela tan adentro que no haya otra cosa que polla dentro de ella. El timbre. Suenan el timbre del fin de clase y el de su voz, que me trae de vuelta desde muy lejos. Dice que estaba mirándola de nuevo con cara rara. Asiento y maldigo para mis adentros: estoy empalmado, empalmado hasta la agonía y ella lo ha notado.
Sonríe. Entorna los párpados. Saca un cigarrillo de la cajetilla. Se acerca y, sutilmente, apoya un pecho (grande, firme y con el pezón enhiesto) en mi brazo. Luego se inclina hacia mí y me susurra: «Fuego» mientras se humedece, juguetona, los labios.
Brenda B.Lennox ©
«Te quiero, te quiero» – Rosario & El Cigala
4 comentarios
Me gustan vuestros relatos.
Muchísimas gracias. Eres muy amable.
ES UN RELATO QUE CALIENTA, CUMPLE CON SU MISION
Mira que nos lo hacéis pasar mal a veces… y otras tan bien! (Que no «tam-bién»)
Mola ese final.