Tenía un pene precioso, flexible, proporcionado. Ni grande ni pequeño. Perfecto para mi sexo. Le encantaba masturbarme con él. Acariciar la punta de mi clítoris y el borde de la vagina hasta que rezumaba. Juguetón, empujaba con su glande la entrada que cedía elástica. Penetraba muy despacio. Yo creía enloquecer. Alzaba mi cadera para salir a su encuentro pero él sonreía perverso y me aprisionaba con su cuerpo. Mordía sin prisa mis labios y mi cuello y al oír mis gemidos perdía los nervios y empujaba violento hasta el fondo. El tiempo se congelaba y sólo existía su aliento, sus manos clavadas en mi cadera y su polla que horadaba. Una eternidad o un suspiro. Un gemido gutural. Un fogonazo de luz y su semen ardiente me abrasaba. Desbordaba los diques, se derramaba por las grietas, humedecía la colina de mis muslos. No la saques, amor. Quédate dentro. Quédate hasta que mi sexo lo despierte de nuevo. Quédate y fóllame otra vez. Quiero más. Quiero más. Quiero más.
Tenía un pene precioso, de suave piel anaranjada. Me gustaba acariciarlo con ternura, mimándolo como si fuera de cristal quebradizo y no de alabastro. Arriba y abajo, lubricándolo, hasta que la punta brillaba llamándome en la oscuridad. Apretar la base y sus testículos que se endurecían, y jugar con ellos como bolas chinas. Besar su ombligo de vello espeso y ensortijado y bajar muy despacio hasta sus muslos blancos. Lamer su ingle, morder su vientre, besar sus labios. Bajar de nuevo trazando surcos con mis pechos hasta que sus gemidos tornaban quejidos y mi lengua respondía solícita. Los labios mamando la carne tensa y las venas que se hinchaban. Su polla era un corazón crepitante que latía. En mi lengua, en mis labios, en mi garganta que se abría engulléndolo. Hasta dentro, bien dentro, en un intento imposible de que latiera dentro de mi pecho. El anillo de mis labios cerrado en el anillo que oprimía la base de su sexo.
Me fascinaba observar su rostro crispado por el deseo y, a veces, por el miedo, cuando las uñas arañaban sus muslos y jugaban con sus huevos. Cuando los dientes acariciaban su glande y lo mordían con suavidad. Saber que estaba a mi merced, doblegado. Hasta que lo liberaba y el esclavo era el amo que me encerraba a mí.
Creí que lo sabía, que mi poder era su poder. Pero no entendió. El miedo dio paso al orgullo. Quiso marcar territorio. Erizar el lomo y bufar. Mear como los gatos. Y meó fuera del tiesto. Sí, aquella tarde meó fuera del tiesto cuando me agarró con fuerza la cabeza y metió su polla tan dentro que me dieron arcadas. Su mano izquierda era un garfio que me atenazaba la nuca; y la derecha tiraba del pelo como si fuera la brida de una mula. Follándome la boca como el que se folla una vagina de plástico. Sin pasión, sin amor. Intenté zafarme pero la presa era firme. Clavé las uñas en sus muslos pero lo tomó como un acicate y aceleró el ritmo. Las lágrimas humedecían mis ojos, en parte por la asfixia, en parte por la humillación. Cuando le miré y vi en los suyos un brillo perverso, sentí que mi mundo se nublaba y la oscuridad engullía la luz. Sentí pánico. Su pene era un reptil malévolo que reptaba desde mi garganta hasta mi pecho para engullir mi corazón. Una tenia que buscaba mi vientre para vivir en mis tripas alimentándose de mí. El frío comenzaba a helarme los huesos y sentí la tibieza de la vida abandonando mi carne. Tuve que cerrar las fauces.
Brenda B.Lennox ©
4 comentarios
Excelente medida para combatir el frio del finde. Te felicito 😉
Qué manera de joderlo todo.
Fantástico este relato. Descripciones gráficas, plásticas. Me ha encantado.
Muy chulo y las primeras descripciones son la ostia
Me ha encantado. Muy bueno el relato. Hay mucho tipo cabroncete y que la joden