Un temblor apenas perceptible recorría su cuerpo, anticipándose a lo que vendría después. Las agujas habían comenzado a engancharse a sus venas como ternerillos hambrientos a la ubre de su madre. Dos docenas de varillas huecas y biseladas taladrando su carne y llegando a esas arañas azuladas que tanto odiaba ver aparecer sobre su carne transparente; la adorable saetilla metálica que de inmediato había humedecido su coño.
Había recorrido un largo camino hasta llegar a ese placer líquido que traspasaba las paredes celulares de todo su cuerpo, que se abría camino hasta las mitocondrias, que la inundaba de un gozo desconocido y no culpable.
Recuerda la tarde que un coche en doble fila obstruyó la salida del suyo. Tenía el tiempo justo para pasar por el salón de belleza: el peinado, la manicura, el masaje, y correr de nuevo a su casa; arreglarse y salir volando a la cena. Elena planificaba su tiempo como un ejecutivo. Y el imbécil aquel del BMW le acababa de robar por lo menos diez minutos. Cuando finalmente apareció para apartarlo, pensó que era un idiota atractivo mientras aceleraba y apuraba en ámbar el último semáforo. Muy atractivo, ponderó mientras le colocaban el batín a la entrada; tremendamente atractivo, se torturó mientras le acomodaban la cabeza bajo el chorro de agua templada. Era ese tipo de hombre que se sabe interesante y poderoso.
Uno de esos a quienes tirar de la corbata y arrastrar a la cama. Peligroso, y por ello. mucho más atractivo. Se dejó llevar por las manos hábiles del peluquero, fue bajando el nivel de decibelios de su mente y se abandonó a la música de fondo que sonaba sobre el rumor del agua y a los murmullos y risitas cómplices de una pareja de clientas con ese tono característico que articulan las mujeres cuando charlan de sexo entre ellas. Mientras le secaban el pelo con la toalla, levantó un poco la cabeza y supo de dónde venía la conversación: dos conocidas del local conversaban, mientras esperaban por las mechas, sobre algo que parecía prometedor. Pegó la oreja, mientras deslizaba la vista de forma mecánica por las páginas del último Vogue. Reían, entre escandalizadas y excitadas, y volvían de nuevo a bajar la voz. Se sorprendió al escuchar de forma nítida una palabra que no conocía: medical. Era evidente que se trataba de alguna práctica sexual desconocida para ella. “O sea… es curioso, oyes”, decía la rubia platino, “y excitante, ¿que no?” Y entonces la pelirroja amplió detalles sobre la experiencia de su amiga Cuca. Se llevaron las manos a la boca, abrieron los ojos con asombro y finalmente exclamaron: “ains, que fuerte, que fuerte”.
Decidida a investigar aquello en el primer rato libre que tuviese, puso una nota en su Blackberry para el día siguiente a las 12,30: “buscar significado medical”. Eran ese par de minutos muertos entre la clase de Pilates y el aperitivo en el Club que nunca sabía como lidiar. En ella florecía una Coolhunter (nunca se rebajaría a decir “cazadora de tendencias”); si aquello era algo novedoso, tenía que saberlo.
La cena de esa noche, como todas las demás, fue un aburrimiento absoluto. Trabajo, trabajo, y más trabajo. Lugares comunes, bromas estúpidas, frases correctas y mucha cortesía de su marido y sus clientes. Las esposas: elegantes, discretas y calladas; adornos, como ella. En su caso un adorno, caro no, carísimo, se dijo mientras se quitaba vestido y zapatos y pasaba al baño para desmaquillarse. De regreso al dormitorio, su marido roncaba como una manada de focas asmáticas. Hubiese querido una sesión de sexo salvaje, que El Gordo le arrancara la ropa con los dientes, que la violara sobre aquella carísima cama japonesa de diseño. El muy imbécil sólo roncaba. Se metió entre las sábanas desnuda, aburrida, desmotivada, abandonada. Su matrimonio se limitaba a cenas de negocios, fines de semana navegando por negocios, partidas de golf de negocios y un marido que roncaba. Soñando con negocios, remató. Si las acciones de su empresa pudiesen subir gracias a ese estrépito romperían todos los índices; incluso el Nikei, tan lejano, se desbarataría de valorarse esos gruñidos. Recordó al memo del BMW, tan subidito él, con esa mirada de lujuria recorriendo su cuerpo, y le imaginó abriendo de un tirón su camisa, apretando con pasión esas tetas perfectas que tanto dolor le causaron cuando se las compró. Pensó en masturbarse allí mismo, pero temió perturbar al roncador. Si le despertaba se le alteraba el humor, tan trastornado ya por la bajada de las ventas. Se puso el kimono de seda y bajó al salón. Una humedad creciente conquistaba su coño mientras descendía las escaleras imaginando las manos del cretino de esa mañana sobre sus caderas, sus muslos, su clítoris, su…. Se derrumbó sobre el futón, sus manos usurpando al hombre, imaginando al hombre, sintiendo al hombre. Se masturbó durante mucho rato, seda y piel, sudor y deseo. Finalmente consiguió un orgasmo. Pequeñito. Se prometió investigar juguetes eróticos que le ayudasen. Si su marido era una tortuga roncadora, más aburrido que un melón y tan poco dado al sexo como un monje tibetano centenario, su vida sexual tendría que remediarla ella. Un amante era la mejor opción. Aunque si El Gordo llegaba a enterarse, su estilo de vida, su vida, se iría por el desagüe. Él nunca soportaría unos cuernos; se lo había repetido hasta la saciedad: si me engañas se acabó. Vives como una reina, pero el palacio es mío. Intrusos paseando por el castillo y el divorcio es automático. Así se expresaba en público; en privado era mucho más soez. Si te pillo follando con otro te dejo en bragas; su frase favorita.
Se fue enfadando casi sin darse cuenta. Cabrón, hijodeputa, neandertal. Allí, tumbada sobre el sofá de diseño, bajo la difusa luz de lámparas también de diseño, en una vida totalmente de diseño, sintió una rabia sorda desenvolverse, extenderse y reptar dentro de ella. Entonces recordó la conversación de aquellas dos pijas. Medical. Se anticipó a la Blackberry y al estricto protocolo que la dominaba, encendió el portátil, tecleó la palabra en Google y allí estaba: el remedio se había materializado ante sus ojos. Más tarde, en una página de contactos: Gabinete Médico, extracciones de sangre, enemas, corrientes eléctricas, 200 euros/sesión.
Con rapidez subió peldaños de autoconocimiento, sin dificultad abrió en su cerebro caminos hacia placeres diferentes, aceptando que su temor y su deseo podían fundirse de un modo coherente, sin fisuras. El miedo, lentamente, fue dando paso a un sentimiento más parecido al anhelo. El placer había quebrado la costra dura y amarillenta que había crecido en su cerebro; había derretido cuajarones de frustración que vagaban a su antojo por su mente; había abierto su carne y su deseo a caminos de difícil exploración.
Su universo reducido a carne atada, desnuda, exultante. Esperando a ser clavada, asaeteada. Las agujas hipodérmicas, su mejor amante. Más allá, al final de la mano enguantada en látex que empujaba la aguja hasta clavarla en su carne, estaba ese hombre altivo y distante, aquella figura con bata blanca, fonendoscopio y mascarilla ocultando su boca; esa boca que ella se comería sin pausa, algo que sin embargo nunca hará. Esos ojos eran para ella como faros en la noche, como una baliza contra la pérdida, como el alineamiento de luces de la cabecera de pista de un aeropuerto con el propósito de que ella aterrice sin peligro. Cuyo objeto era llevarse años de tedio. Dos reflectores que iluminaban su clítoris, sus pezones, su intestino y hasta las dispersas neuronas que aún sobrevivían dando vueltas y vueltas por esa masa arrebatada y blanda que era su cerebro, que habían vencido, subyugado, rendido, su pánico cerval a las agujas. Un placer nuevo la recorría de punta a cabo. El placer de ser carne temblorosa, y agujereada, atravesada, penetrada, por manos intrusas. Por quien la miraba un metro por encima de la camilla donde yacía, atada, desnuda y exultante. Porque esa figura, blanca y esterilizada era su dios, y aunque imaginaba su lengua recorriendo ese culo prieto y altivo, sabía que eso nunca ocurrirá.
Tumbada en esa camilla, esperando que las manos clavasen las agujas, cerró los ojos y, por un segundo, pensó en su marido. Sintió un ramalazo de satisfacción mezclado con los espasmos de ese orgasmo estelar que lanzaba chorros de agua desde su ano y su uretra, empapando las sábanas hospitalarias, los zuecos blancos de su doctor particular y el suelo de la improvisada consulta. Nunca pensó que ese nivel de placer fuese posible. Nunca imaginó que esa colección de saetas clavadas en su carne pudiesen conducir directamente al paraíso. Sin culpabilidad. Sin infidelidad. Sin riesgo. Aunque eso ya le daba igual.
Marisol Torres Galan ©
* Belonefilia: el comportamiento sexual en el que la excitación, la facilitación y el logro del orgasmo son relativas y dependientes a ser pinchada/o con agujas.
“White Rabbit“ – Grace Potter and The Nocturnals
Marisol Torres Galán (1959) nació en Navaltoril (Valle del Gévalo, Toledo), donde pasó su infancia afilando la puntería con el tirachinas y coleccionando mariposas.
Heredó de su abuela paterna el gusto por los libros y siempre se ha considerado una cuentista. Debió estudiar periodismo, pero estudió Derecho. Escribir siempre ha sido una pasión, una pulsión, un vicio, dice la autora.
Tras una vida dedicada a la logística, se lió la manta a la cabeza y ahora regenta la Librería-Café “El Dinosaurio todavía estaba allí” en el madrileño barrio de Lavapiés.
Ha publicado su primera novela: Los años del Coma (Edit. Canalla, 2013), y ha publicado cuentos y poemas en: La Carne Despierta (Gens Ediciones 2013) Poemáticas Naturales (Ediciones Entricíclopes 2013), 44 Mundos a Deshoras (Editorial Adeshoras 2013), La petición (Editorial Amargord 2012), La Vida es un Bar (Editorial Amargord 2011),Cuchillo en la Piel ( AOLDE 2010)