Al acabar las clases mi hermano y yo viajábamos a casa de la tía Micaela mientras nuestros padres continuaban con sus trabajos en la ciudad. No me gustaba, era un pueblo aburrido, sin vida. Mi hermano, más pequeño que yo, se entretenía con cualquier cosa, pero a mí cada año se me hacía más pesado ese calor soporífero del interior, en medio del cual, no había nada que hacer.
Recuerdo el último verano en el pueblo como si lo viviera en este mismo instante. Será quizás por el olor a almendras, que se niega a abandonar mi mente. Porque después el olor ha ido modificando su estructura para adaptarse a la madurez de mi cuerpo, pero en aquel momento, mi sexo olía a auténticas almendras.
Comencé a descubrir los secretos de mi piel a los pocos días de llegar. Mi madre, en una de sus visitas de fin de semana, se había olvidado una fina bata de seda que a mí me gustaba ponerme por encima a la hora de la siesta. Era muy suave, me entusiasmaba su tacto al deslizarse por la espalda desnuda. Una tarde me la puse frente al espejo de mi habitación y la ceñí a la cintura con un nudo flojo, de tal manera que quedaba suelta sobre el cuerpo. La caricia de la seda me hizo sentir mujer por primera vez, me contoneaba acercándome y alejándome del espejo sin dejar de observarme. Me sentía preciosa. Era excitante comprobar que un ligero movimiento de hombro bastaba para descubrir uno de mis pezones. Después, al recuperar la postura, la seda volvía a su sitio y movía el hombro contrario para revivir la grata sensación de la desnudez en el otro lado de mi cuerpo. A veces la bata no se desplazaba lo suficiente y la ayudaba suavemente con los dedos, mientras imaginaba que era el profesor de literatura, tan joven, tan guapo, quien retiraba la seda para ver mis pequeños círculos rosados.
A partir de aquella tarde los días no volvieron a ser aburridos en casa de mi tía, aprovechaba cualquier excusa para encerrarme en mi cuarto y descubrir qué otros secretos había en mí. Muchas veces me sentaba en el suelo con las piernas abiertas y me tocaba. Era tal la fascinación por mí misma, el placer al verme reflejada, que con frecuencia este se convertía en algo físico, primero un suave aleteo de mariposas y después una agitación intensa que me llenaba. El espejo se había convertido en mi amante, era los ojos que yo deseaba que me miraran. Y así fue que el destino, caprichoso y justo a la vez, trajo a Luisete a mi vida.
Aquel día había cambiado la bata de mi madre por el uniforme de verano del colegio, me gustaba imaginar la presencia del profesor de literatura sentado en el borde de la cama. Mis pechos empezaban a ser voluminosos y sostuvieron con facilidad la camiseta cuando la subí para dejarlos al descubierto. Siempre frente a mi adorado espejo, me senté en la butaca con la falda por encima de los muslos, quedé embelesada por la belleza de mi sexo recién rasurado.
Fue entonces cuando vi a Luisete, el hijo de la vecina, tras los cristales de la ventana. Observaba atentamente cómo me tocaba. Ya no solo estaba acompañada por la imagen ficticia del profesor de literatura, había alguien que me miraba de verdad, lo que me excitaba sobremanera. Cuanto más pegada intuía su cara al cristal más disfrutaba al recorrer con mis dedos todos los rincones. Los mojaba previamente en el vaso que siempre llevaba conmigo e imaginaba que no era agua, sino la saliva de Luisete, que me refrescaba al deslizar la lengua desde el cuello hasta el botón mágico custodiado entre mis piernas.
Recuerdo las semanas posteriores, gloriosas, frente al espejo junto a la ventana. Debió correr la voz entre los chicos del pueblo y Luisete ya no acudía solo. Se empujaban unos a otros para conseguir un espacio más amplio y con mejor visión y aquello me enardecía. Ensayaba nuevas posturas, nuevas formas de tocarme buscando no solo mi excitación, también la de ellos, que sabía que existía por el movimiento rítmico de sus hombros.
Había algo que les gustaba especialmente y lo hacía en último lugar, cuando el olor a almendras era capaz de traspasar el cristal y adivinaba en las caras salpicadas de acné unas ganas irresistibles de penetrarme.
Ese era el momento en que adoptaba la postura que yo llamaba de perrita en celo, expresión que había leído en una revista, y les mostraba mis orificios. Casi al final, dejaba unos segundos de presionar el clítoris, me chupaba un dedo volviendo la cabeza para que lo vieran y lo introducía muy lentamente, solo un poco, en el orificio anal. Después de aquello no aguantaban más y su placer me llenaba de satisfacción. Todo mi cuerpo se sacudía violentamente, al tiempo que los chicos me dedicaban sus aplausos.
A las pocas semanas de regresar a la ciudad la tía Micaela murió. Después de su funeral no volvimos por el pueblo hasta que hubo que vender la casa. Fueron tres meses intensos los de aquel último verano, cuyo olor a almendras me gusta recordar cada vez que el hastío se instala en mi vida. Ahora, tras cinco años de matrimonio, me enfrento a un posible divorcio. Es curioso, mi marido me acusa de no haber tenido nunca imaginación para el sexo.
Lydia Cotallo © http://bitacoradefrida.
Relato ganador del III Concurso de relatos eróticos convocado por Ayquegusto
“Paraules d´amor” – Joan Manuel Serrat & Ana Belén
Bio
Lydia Cotallo (Madrid, 1971), cuentista desde niña, no comienza a mostrar su trabajo hasta principios de 2011, cuando ingresa en la red social de escritores Netwriters, la que considera su casa literaria. Debió matricularse en Hispánicas, que es lo que siempre le gustó, pero lo hizo en Psicología, estudios que abandonó a la mitad. Como nunca es tarde para retomar caminos, dice, en la actualidad cursa las últimas asignaturas del grado en Lengua y Literatura Españolas. Ha publicado relatos en El Tintero (Atlantis/NW, 2011), Gigantes de Liliput (Atlantis/NW, 2012), A este lado del espejo (Ediciones QVE, 2012), Antología de EnR (Asociación Marqués de Bradomín, 2013) y Microesferas, editado en español y portugués (Lastura, 2014). También ha colaborado en varios números de la revista cultural Violante. Hoy en día está dedicada casi en exclusiva a la narrativa erótica.
Blog: Frida – Contacto: lcotallo71@gmail.com
20 comentarios
Nadie imagina, las maravillas del poder mental unido a los sentidos, así es fácil crear ese mundo de ilusión y fantasia necesarios, para hacer de nuestras vidas algo que recordar…El olor y sabor de las almendras puede desatar pensamientos maravillosos!
Es mi olor favorito me embriagarse con solo persivirlo
Q relato tan sensual y lleno de detalles, con que intensidad te llegan sus sensaciones…..
No os olvidéis de echar un vistazo en el blog de Lydia. Es muy chulo.
ohhhhhhhhhh. Que tierno y dulce.
Has captado muy bien la idea: tierno como la propia juventud y dulce como las almendras.
Muchas gracias, Paz.
Que pena que se acaben los veranos de nuestra juventud !!, pero he disfrutado muchísimo con el relato y la preciosa canción de Serrar y Amaya.
Los veranos de la juventud pasaron, Alicia, pero como sucede en casi todas las cosas, el sexo gana con la experiencia.
Muchas gracias por leer y comentar.
OHHHHHHH. Me ha encantado, he disfrutado un montón con este relato.
Oh, qué bien, cuánto me alegra.
Muchas gracias, Lidia.
Que bonito y que recuerdos. Lo de Serrat un acierto también
Solo tiene recuerdos quien ha vivido, así que… ¡felicidades!
Me alegra que te guste. Calixta, muchas gracias.
Siempre he pensado que la sexualidad de la mujer es fascinante y en este relato me lo deja claro, soberbio !!
Cierto, Fernando, fascinante. Me da pena que a muchas generaciones de mujeres se les negara su exploración.
Ese “soberbio” me sabe a gloria. Muchas gracias.
Me encanta este relato !!! recordar la curiosidad del cuerpo nuevo, el calor del verano….
Explorar la sexualidad, la nueva y la que debemos renovar.
Explorar… claro que sí. Un buen motivo para visitar este lugar tan estupendo, ¿verdad?
Muchas gracias, Anais.
Que bueno !! que descriptivo, la tela, el olor a almendras….
He disfrutado muchísimo, tanto como si mirase por ese cristal….
De eso se trata, Sergio, de traspasar el cristal… a través de las letras. Qué bien haberlo conseguido.
Me alegra mucho que te haya gustado.
Un relato fabuloso.
Gracias, Ninfa. Me alegra muchísimo que te guste.