Se llamaba Vanidad. Estaba apostada en un recodo de esos senderos de la vida que se vuelven tan abruptos como hostiles. Hoy estoy seguro de que no era a mí a quien esperaba, pero también puedo afirmar que yo no le parecí mal como alimento para su ego maltratado. Vanidad ya no era joven. Había consumido esa mera circunstancia temporal hacía años, los mismos que ahora comenzaban a pesar y a pasar factura en su presente. Pero eso, ahora, es tan solo su problema porque dudo que quiera compartirlo con nadie, y me temo que mucho menos conmigo.
Eva, Vanidad, trabajaba de nueve a dos en un tedioso trabajo de oficina. El modo en que Eva y yo nos conocimos es totalmente irrelevante, pero, a efectos de hacer grande esta historia, pongámosle que fue debido a que estábamos predestinados a hacerlo. Ya saben, nuestras pieles se llamaban a gritos en silencio y esas cosas tan bonitas que se escriben para dignificar un poco lo que no es más que el dejarse llevar por el instinto de lo que se sabe animal y placentero. Pues eso: que estábamos hechos para darnos una alegría tarde o temprano, y sucedió que nos buscamos la manera de regalarnos nuestros cuerpos.
Nos conocimos, sí. Y nos gustamos. Era la premisa previa. Siempre la pongo como condición de dar un paso más allá, no sea que por correr se de un traspiés, un mal paso, que de al traste con todo lo soñado. Departimos confidencias una tarde impregnada de miradas que buscaban el más allá de las palabras. Desgranamos avatares y ocurridos. Descorrimos mil tupidos velos que entre nosotros ya no tenían sentido y descontamos los minutos que restaban hasta el gran asalto a nuestras fantasías anheladas.
Follamos. Entregados sin ambages, en un frenesí concupiscente sin medida. Follamos, sí. Follamos hasta sudarnos en caminos de sal por los que conducir nuestras lenguas llenas de deseo. Follamos tras lamernos como perros hambrientos y nos llenamos de esas babas ricas que presagian un placer indescriptible. Su sexo era sabroso como pocos y el mío rezumaba a macho que reclama su ración de hembra ardiente.
Y follamos, claro que sí. Follamos jadeando, trémulos y agitados. Follamos entre susurros que se hacen gritos imparables por un coito incontinente y placentero. Follamos desnudos de prejuicios, entregados a los juegos más lascivos. Follamos comiéndonos las horas, con el corazón acelerado y la sangre bombeada a través de venas y de arterias. Follamos como solo follan los amantes sin prejuicios, los hedonistas que no esconden la veneración que sienten por el vicio carnal en grado extremo. Follamos como bestias que buscan expiar sus culpas de personajes vacíos de alma. Follamos con clímax desgarrados, con eyaculaciones compulsivas, con felaciones ahogadas y mordidos cunnilingus.
Follé con Eva. Y con Vanidad, que iba con ella. Los tres en aquella apretada cama, tras darnos los mejores orgasmos de aquel día. Parecíamos entendernos casi sin escuchar nuestras mentiras. Nos daba igual traicionarnos o querernos, pero sabíamos de sobra que estábamos más cerca de acabarnos que de mantener cualquier vínculo de aprecio que dignificara nuestro encuentro clandestino. No podíamos decepcionarnos con sentimientos ni promesas. No podíamos caer en ninguna de las odiosas desviaciones afectivas que tanto afirmábamos repugnar. No podíamos.
Pero me equivoqué. Yo sí podía.
Pasó el tiempo y quise volver a ver a Eva. Mas Vanidad la había poseído por completo, convirtiéndola en un ser egocéntrico y altanero, sabedora de su ascendencia sobre mis ganas de ella. Esquivaba mis llamadas y obviaba mis mensajes. Pagaba con silencio cualquier intento de acercamiento que propusiera. Me despreciaba desde una posición de superioridad incontestable. Pasamos a ser dos polos opuestos en una historia interminable. Yo mostraba pasión y preocupación por ella; ella demostraba de facto que no me necesitaba para nada. Pero, queridos y queridas, eso era lo lógico: yo era humano y ella tan solo una replicante, un ser hermoso, ególatra y absolutamente carente de algún tipo de empatía. Vanidad, dije que se llamaba. Y eso era por algo, y no solo porque así la bautizara el padre y hacedor de sus días …
© Beau Brummel
Autobiografía de Beau Brummel
Harto de ver tanta manifestación de zafiedad y mal gusto en la sociedad en la que vivimos adopté como alter ego un trasunto del mítico “Príncipe de la Elegancia” inglés, un personaje tan celoso de la salvaguarda de las buenas formas como maestro de la ironía y el don de la palabra. Y también, como él, dedico mi yo más oscuro a cultivar el arte de la seducción y rendir tributo al más perfecto y atractivo de los seres que habitamos en este mundo: “la” mujer, sueño de mis sueños. Por favor, hagamos lo que hagamos, hagámoslo con elegancia. Y ahora que ya me conoces lo suficiente, ¿me dejas soñar contigo?
“Dont´t Let Me Let You Go”– Jamie Lawson
2 comentarios
Un relato lleno de ansia sexual.
Muy bueno.
Magnífico y cuidado relato.